lunes, noviembre 10, 2008

Antropofagia

Era la hora del almuerzo y los gerentes ya se habían retirado a los costosos restaurantes donde comerían riquísimos manjares. Desde las once de la mañana que la imaginación atormentaba a Julio. Insistentemente lo perturbaba con imágenes de sus comidas predilectas y su estomago gruñía con tanta fuerza que le resultaba trabajoso disimular el ruido frente a los clientes.
El muchacho encargado de la Caja 1 se acercó a su cubículo y esgrimiendo una sonrisa, porque sabia que era casi imposible una negativa frente a su pedido, le preguntó si podía cubrirlo hasta que volviera de almorzar, ya que Pedro, el que se encargaba siempre de atender la caja en su remplazo, estaba enfermo. Julio asintió. Iba a tener que soportar una hora más sin probar bocado.
Al cabo de una hora de espera, que le parecieron décadas, y de una lucha con sus necesidades básicas (necesitaba usar el baño con urgencia), Julio vio llegar, con cara de sueño y felicidad al muchacho.
Julio se levantó rápidamente, como reaccionando a una picadura de algún insecto tropical, esos que son de hermosos colores pero que contienen venenos letales. Casi se olvida de su saco y el celular. No le importó tener que empujar a un grupo de clientes que hacían cola aprovechando sus horas de almuerzo en el pago de facturas. Fuera del banco la luz del sol arremetió contra sus pupilas y lo dejó ciego por unos instantes, pero nada le impediría llegar hasta la cantina de Don Manuel.
Abrió la puerta del local con tanta fuerza que el ruido hizo que todos los comensales se dieran vuelta para mirarlo. Su mesa estaba ocupada por una bella y joven señorita, que en otra ocasión habría sido victima de los encantos de Julio. Pero hoy el hambre era lo más importante.
Pidió lo de todos los miércoles: asado con papas fritas. Sabía que se tenía que cuidar de las grasas porque el colesterol le había salido alto, pero ni su mujer ni su médico estaban ahí para controlarlo. El plato, inusualmente, estaba tardando mucho en llegar. Se comió todos los grisines de la panera.
En eso ve acercarse a Josito, el mozo, con la bandeja cargadísima de cosas. Se dirigía hacia él. Apoyó el plato con las papas fritas y la botella de gaseosa. Empezó a levantar un plato gigante, que parecía ser muy pesado. Lo colocó justo en el medio de la mesa. Julio lo miró y se horrorizó. Tenía que comerlo sí o sí, pedir otro plato tardaría mucho.
Agarró el tenedor como con miedo y lentamente lo llevó hacia ese trozo de carne sangrienta. Temía pincharlo y que se moviera. Parecía un feto que no había terminado de desarrollarse.
Con los ojos entreabiertos y la mano temblorosa pinchó la carne. Podía sentir como el tenedor atravesaba la carne roja, y como esta se resistía a ser pinchada. Creyó oír un grito, pero se convenció de que era su imaginación. El tenedor llegó hasta el fondo y comenzó a sacarlo. Borbotones de sangre comenzaron a surgir de los agujeritos que habían provocado los dientes del tenedor. No podía mirar este sanguinario espectáculo, pero tampoco podía retirar su vista de él. Su estomago gruñó, pero esta vez de repulsión.
A los pocos segundos la sangre dejó de salir, pero el plato ya estaba inundado. Tomó el cuchillo con su mano derecha y cobrando valor cortó un pedazo de carne, uno pequeño. Con asco lo llevó hacia su boca, donde sus dientes comenzaron a masticarlo. Estaba muy fibroso. Podía sentir como cada vez que sus dientes se apretaban, la sangre salía del pedacito de carne y se escapaba por sus comisuras. Tomó un trago de Coca para poder pasar el trozo sin sentirle el gusto. Sabía extrañamente horrible, pero no podía no comerlo. Quedaría como un niño de mamá frente a todos los que se encontraban allí.
Decidió mezclar el sabor asqueroso del asado con el de un par de papas fritas. En eso pasó Josito y con una sonrisa perversa le preguntó que tal estaba la comida. Mintió. Dijo que muy rica, como era de costumbre.
Hacía unos minutos que un policía miraba la cantina desde afuera. Entró y se dirigió directo hacia el mostrador donde estaba Don Manuel. Desde donde estaba Julio parecía un interrogatorio. Solo logró escuchar algo sobre un niño que desde algunos días se encontraba perdido.
Le quedaba la mitad y solo tres papas para poder disimular el sangriento sabor en su boca. Para colmo la carne se había enfriado y puesto más dura y fibrosa. El Tramontina luchaba contra el pedazo de asado. Julio recordó el artículo sobre los aborígenes de Trobiand, que según la revista Selecciones, debían comer a sus padres. La palabra antropofagia resonó en su cabeza por un largo rato.

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