jueves, noviembre 20, 2008

...y de nuevo: la vida circular.

miércoles, noviembre 12, 2008

Little Boy

Mi nombre es Paul. Paul Tibbets para ser mas preciso. Coronel de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos de Norteamérica. Mi papá siempre quiso que fuera militar, mi mamá soñaba con tener un hijo médico, pero con el magro sueldo que recibía mi padre no teníamos dinero para que fuera a la universidad. La única opción que parecía posible era alistarme en la Fuerza Aérea. Y así lo hice en el año treinta y siete, entre lágrimas y felicitaciones de mis padres.
No me costó acostumbrarme a la vida dentro del ejercito, era casi como la vida que llevaba en casa (una madre muy estricta, dirían algunos), salvo las largas y extenuantes jornadas de ejercicios. Lo único que me molestaba era estar lejos de mamá, porque a pesar de ser varón yo era muy unido a ella. Compartíamos muchas cosas, disfrutábamos mucho bailar acompañados de la voz de Ella Fitzgerald (que era nuestra favorita, aunque a mamá la hiciera llorar a veces); tomábamos largos baños con espuma, íbamos juntos a hacer las compras, escuchábamos programas de radio y adorábamos cocinar juntos. Pocos pueden decir que su madre es su mejor amiga, y yo tenía el orgullo de decirlo.
Durante la campaña en Alemania nos mandábamos cartas una vez a la semana al menos. Ella me contaba de sus peleas con papá, lo que se comentaba en los programas de radio sobre la guerra, y como se las arreglaba sin mi. Siempre terminaba las cartas de la misma manera “te extraño Paul, no hay noche que no deje de soñar contigo”. Lo cierto es que yo también soñaba todas las noches con ella, con nuestros bailes en la sala de estar, con las salidas que hacíamos al cine, con nuestras noches en la tina cuando papá se iba a jugar póker, pero lo que me quedaba resonando en la cabeza todo el día era su sonrisa: la forma en que sus labios se extendían y las comisuras se hundían en sus preciosas mejillas rosadas, los dientes blancos como perlas que apenas se asomaban entre esas carnosas líneas color carmín, y la manera en que sus ojos se achicaban y se llenaban de brillo. Mi madre era una mujer bellísima.
Durante la campaña de bombardeos en el frente nazi fui ascendido de rango y mamá se mostró más orgullosa de mí de lo que estaba habitualmente. Mis superiores comenzaron a mirarme con otros ojos, muchos de ellos decían que yo era la promesa de la Fuerza Aérea Norteamericana, que si todos los chicos fueran como yo la guerra la hubiésemos ganado en tan solo un mes. Como premio de esa excelente campaña me enviaron a casa. Iba a ver a mamá de nuevo. Tenía tanas ganas de abrazarla y de contarle todas mis hazañas.
En América me recibieron como a un héroe. Se me hincho el pecho de emoción al bajar del avión y ver a cientos de periodistas esperándome y encegueciéndome con sus flashes. Di una breve conferencia y me fui a mi casa rápido como un avión de los que piloteaba. Ma y Pa me estaban esperando con una rica cena, mi preferida: pavo con papas a la crema. Mamá lloró mucho esa noche y yo no podía soltarla de mis brazos.
Pasadas unas semanas me llego una carta del ejército. Tenia que presentarme en el cuartel para partir hacia la isla Tinian, la cual me habían comentado que era la mayor base aérea norteamericana y que se encontraba a seis horas de vuelo de Japón. No sabia como darle la noticia a mamá, se iba a disgustar mucho. Nos estaban separando de nuevo.
En la isla la vida era muy diferente a la del frente Alemán. Era un lugar soleado, con una hermosa playa, como las que se ven en las revistas y un ambiente muy relajado entre los chicos. Jugábamos beisbol todos los días, escuchábamos música a toda hora y teníamos bastante tiempo libre, salvo por las misiones de bombardeo a las ciudades japonesas. El ejército trajo a un grupo de chicas, que iban a ser nuestras enfermeras. Los muchachos se desesperaron, y comenzaron a flirtear constantemente. Me divertía mucho verlos y recordar las lecciones de ciencias naturales en el colegio, donde veíamos los rituales de apareamiento de los animales. Tom y Dutch, mis preferidos del regimiento a mi cargo, eran los peores. Se convirtieron en perros en celo, solo faltaba que orinen sobre las chicas para marcar su territorio. A mi todo eso no me llamaba la atención. Mamá solía decirme que una chica bien no es atraída mediante esos mecanismos, así que yo nunca intente coquetear con las muchachas.
A fines de Julio mis superiores me informan sobre una misión secreta que estaría a mi cargo. No me especificaron en que consistiría, solo me dijeron que acortaría la guerra en por lo menos seis meses, lo cual me pareció algo extraordinariamente bueno, considerando la cantidad de compañeros muertos que había por día. Debía preparar a los muchachos para esta misión única, en donde no podíamos fallar. Japón no quería rendirse. Uno de mis jefes me especifico seriamente que transmita a los muchachos que no podrían escribir mas cartas a sus familias, ni llamados telefónicos, para así asegurarnos de preservar en secreto el plan. No me anime a preguntar, pero no entendía si esa orden corría también para mi. ¿No más llamados ni cartas a mamá? No podía ser. No podían separar aun más ese lazo que nos unía con ma. Yo me había portado muy bien, había seguido las ordenes al pie de la letra, no contradecía a mi capitán y sabia muy bien guardar secretos, así que ¿por qué me hacían esto? No dije nada, no objete esta orden, pero la iba a romper. Nada era más importante que mi madre.
Esa misma noche, mientras los chicos bebían y trataban de conseguir acostarse con alguna de las enfermeras, me escape y la llame. Se puso muy contenta de oír mi voz. Me contó lo contenta que estaba de tenerme de hijo y que esperaba con ansias el fin de la guerra así podríamos estar cerca, muy cerca. Le advertí que no sabía cuando podría volver a llamarla, y ella me dijo que estaba bien, pero que me cuidara y que no dejara que ninguna chica fácil me tocara. Siempre se preocupó mucho por que las muchachas que me rodearan fueran educadas con buenos valores.
El cuatro de Agosto reuní a mis hombres para detallarles el plan. Les mostré el mapa de la ciudad que sobrevolaríamos y el punto exacto donde deberíamos actuar. Nunca había visto un blanco tan bueno en toda la guerra. Era un puente con forma de T, que unía tres ríos y que cruzaba a la ciudad por el medio. Partiríamos ni bien los primeros rayos de sol aparecieran por sobre el Pacifico. Los nervios me comían por dentro. Mientras preparaba todo minuciosamente, uno de mis chicos me hizo dar cuenta de que el avión no tenía nombre. No lo dude ni por una centésima de segundo: llevaría el nombre de mamá. ¿Qué mejor homenaje a esa increíble mujer podía hacerle yo?. Era el punto máximo de mi carrera militar y ella estaría allí de alguna forma u otra. Y así lo hice. Tome un tacho de pintura negra y dibuje las letras de su nombre sobre el plateado acero. Enola Gay seria el nombre que todos recordarían.
Era ya la madrugada del cinco y mis hombres se impacientaban cada vez más. El científico de la base me dio unas píldoras que deberíamos tomar si ocurría algún problema. Luego de seis minutos de haberlas tomado todo habría terminado y sin el mas mínimo sufrimiento. Cianuro dijo que contenían.
Salimos a la pista que estaba repleta de soldados. Todos los de la base estaban allí aplaudiéndonos y despidiéndonos. También había muchas cámaras y flashes. Parecía un estreno de Hollywood. Nos subimos al avión y un muchacho me dijo desde abajo que saludara, y mientras el viento helado del amanecer soplaba entre mis dedos, me tomaron la última fotografía antes de partir.
El pequeño niño que llevábamos en el vientre pesaba mucho, así es que el despegue seria la parte mas peligrosa de toda la misión. Mantuve a Enola en la pista el mayor tiempo posible. Debía ser una maniobra suave y lenta. Tome el volante despacio, con los dedos casi rozándolo y mientras lo manejaba pensaba en esas noches de amor con mamá, en su piel delicada y como mis manos rodeaban su cintura mientras la espuma nos cubría el cuerpo. Casi al final de la pista la hice volar. Me gustaba siempre hacerla esperar, hacer todo sumamente despacio, cuidando de todos los detalles.
Luego de dos horas de vuelo, preparamos a Little Boy para que haga su triunfal actuación. Divisamos entre las nubes el puente con forma de T y nerviosamente avisamos a la base. “El juez se fue a trabajar” era el código.
Como las gaviotas que se ven en la playa con los últimos rayos de sol, planeamos sobre la ciudad. Enola quería parir a ese hijo prodigo del que tanto se hablaría en el futuro. Su vientre se abrió y Little Boy salió. Era increíblemente bello y todos sabíamos que se convertiría en el orgullo de la nación. Gracias a él la guerra concluiría antes.

lunes, noviembre 10, 2008

Antropofagia

Era la hora del almuerzo y los gerentes ya se habían retirado a los costosos restaurantes donde comerían riquísimos manjares. Desde las once de la mañana que la imaginación atormentaba a Julio. Insistentemente lo perturbaba con imágenes de sus comidas predilectas y su estomago gruñía con tanta fuerza que le resultaba trabajoso disimular el ruido frente a los clientes.
El muchacho encargado de la Caja 1 se acercó a su cubículo y esgrimiendo una sonrisa, porque sabia que era casi imposible una negativa frente a su pedido, le preguntó si podía cubrirlo hasta que volviera de almorzar, ya que Pedro, el que se encargaba siempre de atender la caja en su remplazo, estaba enfermo. Julio asintió. Iba a tener que soportar una hora más sin probar bocado.
Al cabo de una hora de espera, que le parecieron décadas, y de una lucha con sus necesidades básicas (necesitaba usar el baño con urgencia), Julio vio llegar, con cara de sueño y felicidad al muchacho.
Julio se levantó rápidamente, como reaccionando a una picadura de algún insecto tropical, esos que son de hermosos colores pero que contienen venenos letales. Casi se olvida de su saco y el celular. No le importó tener que empujar a un grupo de clientes que hacían cola aprovechando sus horas de almuerzo en el pago de facturas. Fuera del banco la luz del sol arremetió contra sus pupilas y lo dejó ciego por unos instantes, pero nada le impediría llegar hasta la cantina de Don Manuel.
Abrió la puerta del local con tanta fuerza que el ruido hizo que todos los comensales se dieran vuelta para mirarlo. Su mesa estaba ocupada por una bella y joven señorita, que en otra ocasión habría sido victima de los encantos de Julio. Pero hoy el hambre era lo más importante.
Pidió lo de todos los miércoles: asado con papas fritas. Sabía que se tenía que cuidar de las grasas porque el colesterol le había salido alto, pero ni su mujer ni su médico estaban ahí para controlarlo. El plato, inusualmente, estaba tardando mucho en llegar. Se comió todos los grisines de la panera.
En eso ve acercarse a Josito, el mozo, con la bandeja cargadísima de cosas. Se dirigía hacia él. Apoyó el plato con las papas fritas y la botella de gaseosa. Empezó a levantar un plato gigante, que parecía ser muy pesado. Lo colocó justo en el medio de la mesa. Julio lo miró y se horrorizó. Tenía que comerlo sí o sí, pedir otro plato tardaría mucho.
Agarró el tenedor como con miedo y lentamente lo llevó hacia ese trozo de carne sangrienta. Temía pincharlo y que se moviera. Parecía un feto que no había terminado de desarrollarse.
Con los ojos entreabiertos y la mano temblorosa pinchó la carne. Podía sentir como el tenedor atravesaba la carne roja, y como esta se resistía a ser pinchada. Creyó oír un grito, pero se convenció de que era su imaginación. El tenedor llegó hasta el fondo y comenzó a sacarlo. Borbotones de sangre comenzaron a surgir de los agujeritos que habían provocado los dientes del tenedor. No podía mirar este sanguinario espectáculo, pero tampoco podía retirar su vista de él. Su estomago gruñó, pero esta vez de repulsión.
A los pocos segundos la sangre dejó de salir, pero el plato ya estaba inundado. Tomó el cuchillo con su mano derecha y cobrando valor cortó un pedazo de carne, uno pequeño. Con asco lo llevó hacia su boca, donde sus dientes comenzaron a masticarlo. Estaba muy fibroso. Podía sentir como cada vez que sus dientes se apretaban, la sangre salía del pedacito de carne y se escapaba por sus comisuras. Tomó un trago de Coca para poder pasar el trozo sin sentirle el gusto. Sabía extrañamente horrible, pero no podía no comerlo. Quedaría como un niño de mamá frente a todos los que se encontraban allí.
Decidió mezclar el sabor asqueroso del asado con el de un par de papas fritas. En eso pasó Josito y con una sonrisa perversa le preguntó que tal estaba la comida. Mintió. Dijo que muy rica, como era de costumbre.
Hacía unos minutos que un policía miraba la cantina desde afuera. Entró y se dirigió directo hacia el mostrador donde estaba Don Manuel. Desde donde estaba Julio parecía un interrogatorio. Solo logró escuchar algo sobre un niño que desde algunos días se encontraba perdido.
Le quedaba la mitad y solo tres papas para poder disimular el sangriento sabor en su boca. Para colmo la carne se había enfriado y puesto más dura y fibrosa. El Tramontina luchaba contra el pedazo de asado. Julio recordó el artículo sobre los aborígenes de Trobiand, que según la revista Selecciones, debían comer a sus padres. La palabra antropofagia resonó en su cabeza por un largo rato.