domingo, junio 29, 2008

¿como saber quien soy si aun no he despertado?

Durante mi gestación, mi madre leía las obras completas de Sherlock Holmes entre cucharadas de mayonesa y helado. Muchos dicen que la música que escuchen las madres llegara al bebe. A mi me llegaban las palabras que contaban las aventuras del detective.
Recuerdo vagamente el ritual de ir a dormir. Me lavaba los dientes con el cepillo de los Picapiedras, me ponía un pijama, abrazaba a la manzanita y esperaba a mi papa. Recorrimos todo medio oriente con Scherezada como guía y corrimos al conejo blanco con Alicia.
En el living de mi casa había un biblioteca que cubría dos paredes, pero yo no advertía los placebos que descansaban sobre esos estantes.
A los cuatro años nació mi hermano, y mi creencia de ser el centro del mundo se desvaneció. Había nacido un opositor, que me robo la completa atención de mis padres. Tenia que hacer algo para volver a captar los ojos de los mayores. No me convencía del todo pintar paredes, ni enfermarme. La respuesta la encontré en esas dos paredes de la sala de estar. Comencé con los títulos de una colección de libros del diario Pagina 12. De a poco iba asociando letras. Esos garabatos comenzaban a cobrar sentido, o por lo menos sonidos. Aprendí a escribir mi nombre, con una E invertida entre la última L y la A; los nombres de mis padres, el de mi hermano y el de mi abuelo. Y me compraron mi primer libro: "Cocoquita, la gallinita mamita".
Así pasó un año, hasta que llegó el comienzo de clases. El primer día estaba asustada y sola, no conocía a ninguno de esos otros chicos y me intimidaban. Me emocionaba aprender ingles, para entender y poder cantar las canciones del beatle Paul Mc Cartney. Mi maestra de los primeros años de colegio ejerció una fuerte influencia sobre mi, y en mi temprana concepción del mundo. Nos explicaba filosofía y ecología. Nos hacia amar a Borges, sin que ninguno de nosotros supiera quien era ese viejito ciego con voz casi incomprensible. Pero a mi me gustaban las matemáticas. Mi mejor amiga era buena en lengua. Parecía como si nos hubiésemos repartido los gustos.
Me oponía a leer. Mis papas inventaban todo tipo de trucos para que yo leyera, pero no había caso. Hasta que descubrí la biblioteca del colegio y los cuentos de terror que había en ella. Me fascinaba asustarme con esas historias de bichos, enfermedades y muertos vivientes. Recuerdo muy bien que antes de entrar al quirófano por una peritonitis, mi madre me leyó el cuento de Edgar Alan Poe, El Corazón Delator.
Mi amor por los cuentos de terror continuo hasta los doce. Socorro de Elsa Bornemann era mi libro preferido. Debe de ser por efecto del cuento de la almohada de plumas que ahora tengo alergia a ellas.
No se bien porque se despertó en mi una inmensa pasión por todo lo que tuviera que ver con la astronomía. Devoraba así libros de Carl Sagan e Isaac Asimov, que pocas veces lograba entender.
Mi adolescencia fue como todas las demás adolescencias de chicos posmodernos: depresiva. Mi autor preferido era Kafka, que creaba esos ambientes en donde yo me sentía a gusto. O mejor dicho, me sentía un poco identificada con sus personajes (en su mayoría llamados K). Empecé a leer a este autor de pelo engominado y de rasgos duros, después de que mi padre me dijera que era muy chica como para comprenderlo. Por algún lado me tenía que rebelar, aunque sea mínimamente.
Comenzó la búsqueda de identidad de todo típico chico de dieciséis años. Leí a Garcia Marquez y sus cien años de soledad (los cuales creo que son condición necesaria para que vuelva a leer algún otro libro de él), Tolkien y su señor de los anillos, Conrad con su corazón de las tinieblas, y Lovecraft con sus cuentos místicos.
En el último año de colegio, un chico con el cual éramos un poco mas que amigos, me recomendó un autor argentino que creaba ambientes obscuros como los del austriaco: Roberto Arlt. No podía despegar mis ojos de sus cínicas palabras. Balder (de El Amor Brujo) paso a ser mi primer amor literario. Tan duro, sarcástico, poco sensible. Cuantas ganas tenía de ser como él.
Así llegue al fin de mi vida dentro del colegio, todavía sin saber quien era y hacia donde quería ir. Cuando vuelvo mi vista hacia esos años, veo a una nena sumergida en una profunda letargía, con pequeños momentos de sensaciones demasiado fuertes para alguien de tan poca edad. En ese momento de mi vida fue cuando empecé a escribir. Poemas sobre todo y frases que quedaron colgadas en papelitos. Era mi modo de autoanálisis, una especie de catarsis si se quiere. No sabia si quería seguir dormida o enfrentarme a mi, a mi realidad, a mi ser. Leía pero solo para la facultad. Cuando termino ese año de cursada me tope con un libro que cambiaria ciertas cosas en mi y mi forma de actuar frente a los sentimientos. El arte de amar de Fromm.
Pasaron un par lecturas sin pena ni gloria. Deje esa carrera con la cual no me identificaba. Decidí tomar el rumbo de mi vida, construirme a mí y no dejar que los demás me construyeran. Justo en ese momento conocí a Raskolnikov, mi amante. Balder pasó a ser un nene de mamá. Raskolnikov estaba tan seguro de si y de lo que creía, que no podía dejar de enamorarme de él.
Conocí a Pizarnik, que iba a borrar todo prejuicio que tuviera sobre la poesía, pero que me haría replantearme cosas que no quería volver a pensar. Y a Sartre, que me mostraría que ser raro no es algo malo.
Empecé mi vida el año pasado. Lo demás es todo un sueño.